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Son las seis menos cuarto
de la mañana:
el silencio crepita
como si interpretara
la partitura en blanco de John Cage.
Algún vecino
-desde la calle-
saca el llavero
de su bolsillo,
abre la puerta
del patio, sube
las escaleras
manoseando
la barandilla
y entra en su casa
repitiendo el sonido
que ha hecho frente al portal
(he sentido un atávico
miedo -cual si accediera
a mi interior cerrando
de un portazo mi alma
para que no entre nadie,
dejando las ventanas
de par en par abiertas
para que cuaje el frío-).
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